jueves, 14 de junio de 2012



Apuntes sobre mito, imagen e imaginario y trazo sobre Deméter y Perséfone.
Por: Sergio Adrián Palacio Tamayo.
El mito.
Actualmente el término mito ha entrado en un estado polivalente de significado. Se le considera, desde todos los flancos, una historia verosímil por la eficacia narrativa dentro de un mundo posible, que en definitiva pertenece a un tipo de pensamiento primitivo, en muchos momentos considerado infantil. El mito, en efecto, no es una fantasía infantil, sino un importante requisito de la vida primitiva (Jung, op. cit., 49). Es más, cuando se ha intentado en ciertas épocas, el exterminio del mito bajo los moldes intelectuales, se han dado acontecimientos donde miles de seres humanos ceden ante el acto de exterminio mítico (incluso, basados en él, generan guerras y exterminios sistematizados).  En ese sentido los intentos de ilustrar para alejar de la barbarie “mítica”, surgida en  tiempos remotos, bajo un lenguaje explicativo/demostrativo, deja una estela de odio por las imágenes míticas y tiende a esterilizarlas bajo asignaciones conceptuales o arraigando a la imagen una patología, un control, o bien, una petrificación del flujo vital que contiene el mito como elemento de un llamado arquetípico (Vélez, 2004). Es un llamado irracional (por ello caótico, dinámico, autónomo), primigenio, para valorar la existencia y significarla. No se trata de hechos humanos desvinculados de la cultura, el espíritu o bajo consideraciones de patología, animalidad, infantilismo.

“El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una «creación»: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente. Los personajes de los mitos son Seres Sobrenaturales. Se les conoce sobre todo por lo que han hecho en el tiempo prestigioso de los «comienzos» (Eliade,1991: 6).

Cabe entonces que se formule una objeción ante la concepción de que el mito es algo ficcional o incluso fantasioso. El mito designa una historia que acontece en un mundo posible y es tomado, bajo esa posibilidad existente, como real. Sus temas muestran al pueblo las imágenes primordiales que dieron origen a la presencialidad del mundo: el héroe que en tiempos primigenios robó el fuego, enseñó a tejer, a cocinar, a cultivar la tierra, a fertilizar los úteros, a crear una herramienta, un control de parentesco, etc. El modo de ser mítico de un pueblo, es un arte que acontece para lograr la configuración del mundo: las imágenes emergen en la experiencia individual, y son mediadas por un sujeto iniciado. Luego se acumulan una tras otra, eclosionan en la tierra fértil de la tradición sagrada y florecen como manifestaciones míticas del espíritu de la época.

La modernidad señala al mito como una instancia infantil de la conciencia humana lo cual desacredita y desconoce que en términos concretos es el máximo estado de la conciencia primitiva, ya que libera al ser de la naturaleza y le confiere una explicación plausible a las imágenes que prorrumpen en la vida cotidiana, en los estados oníricos o en la revelación de contenidos del inconsciente colectivo que le abordan,  ya sea influenciados por condiciones extáticas o bien, por situaciones de incidencia de las visiones en estado de vigilia. De igual modo, como lo hacían los primitivos, el hombre moderno consulta el mito de la ciencia. Esta, igual que las grandes teogonías y mitologías, amplían la comprensión del mundo. Se desconoce entonces, que la explicación o ampliación, no es más que una imagen perceptible del fenómeno, y se sigue llamando concepto a una realidad humana explicada. La realidad es una constante de imágenes donde el sujeto a-percibe su mundo bajo la constelación que acontece entre la pisque y el mundo. Por tanto, la psique es autónoma para elegir la imagen que necesite. Le muestra al individuo un contenido a-perceptivo y el rol del sujeto, en este sentido, es el de contenedor, o incluso mediador, de la imagen. La imagen le genera una emoción, una idea, un estado interior, y luego, se revela ante él una realidad plausible que le va otorgando mayor conciencia ante el mundo. Se trata de «Vivir» los mitos, porque son:

  “Una experiencia verdaderamente «religiosa», puesto que se distingue de la experiencia ordinaria, de la vida cotidiana. La «religiosidad» de esta experiencia se debe al hecho de que se reactualizan acontecimientos fabulosos, exaltantes, significativos; se asiste de nuevo a las obras creadoras de los Seres Sobrenaturales; se deja de existir en el mundo de todos los días y se penetra en un mundo transfigurado, auroral, impregnado de la presencia de los Seres Sobrenaturales. No se trata de una conmemoración de los acontecimientos míticos, sino de su reiteración. Las personas del mito se hacen presentes, uno se hace su contemporáneo. Esto implica también que no se vive ya en el tiempo cronológico, sino en el Tiempo primordial, el Tiempo en el que el acontecimiento tuvo lugar por primera vez. (Eliade,1991: 17).

Esas manifestaciones míticas o mitologemas, revelan la imagen primordial. Esta queda en la superficie, cercana a la conciencia, por lo que cada sujeto puede constelarse con ella y vivenciar su estado individual mítico. Es preciso aclarar, que la vivencia mítica, siguiendo a Kerényi (1994, 18), es similar a la presencia de una obra musical en la vida humana. La música es una imagen creada a partir de un estado interior del sujeto. Su composición responde a la manera que posee el músico para expresar el estado interior que le acontece y por ello, la sensibilidad ante la música, le permite al oyente entrar en consonancia con el estado interior de la imagen musical. En ese sentido, tanto el oyente de la música o el oyente del mito, debe desarrollar un oído para entrar en éxtasis en el momento de que la imagen, ya sea musical o mítica, sea acercada a la conciencia mediante la oralidad o el recital. Lo complejo acá tiene que ver con la sordera ante el símbolo mítico y de lleno comprendemos esa pérdida porque el mito busca retornar a un origen - in illo tempore-  bajo la reiteración recitativa, por medio de la oralidad, de ese tiempo fabuloso de los Dioses y héroes, para elevarlo a un tiempo contemporáneo, donde se vivencia esa presencia sagrada y numinosa, a modo de un misterio que se devela en cada recitación.

Tener ese oído mítico contribuye a la vivencia del mito y por tanto, su contenido es convincente porque acontece en el afuera y en el adentro del individuo. Su verosimilitud otorga un sentido aclaratorio para la vida cotidiana: explica el mundo al advertir la procedencia del mito pero esta intención de revelar no puede entenderse literalmente: el mito no es un modo de explicación científica ni mucho menos. El primitivo no buscaba explicar el trueno, el viento, la fertilidad, como lo hace el hombre moderno con la ciencia. Eliade coincide con lo planteado pues “el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones e imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas”(1991: 18). El mito recrea lo acontecido en épocas lejanas y con ello no busca explicar un origen, sino que muestra cómo fue experimentado y la prueba de ello es el mito. Esa prueba confirma el precedente y eleva la imagen al estado de la continuidad: la mitología fundamenta. No contesta ¿por qué?, sino más bien ¿de dónde? (Kerenyi, op. cit., 21). El mito no busca las causas sino que muestra los estados originarios que nunca envejecen: los primitivos sabían que esos estados originarios no desaparecen, su energética permanece y de allí emana todo lo existente. Cada dios, deviene de la imagen primordial, y con cada dios traído mediante el mito a la conciencia, un nuevo mundo se crea. El dios permanece en ese estado originario, está presente desde siempre, y no es preciso pensar, como se hace en la modernidad, que el dios sólo emerge cuando se realiza la celebración para que reaparezca cósmicamente en el ciclo humano. Él está presente siempre: el narrador de mitos regresa a ese estado originario para contar lo que originalmente fue. Sus oyentes le siguen allí. Juntos presencian los orígenes: viven el mito como la esencia del ser, como aquel principio que les dio origen. Es un encuentro con todos sus contrastes humanos, donde cada individuo da cuenta de todo lo innombrable que fue antes y lo que vendrá después. Comprende que en su ser, existe lo primordial y lo infinito. Ese fundamento mitológico de los primitivos, faculta al individuo con la conciencia para percibir las imágenes primigenias y utilizarlas para rencontrarse con el origen: en ese momento la imagen, en un mismo lugar mítico, coincide con el estado originario. Es allí donde se debe concebir el centro alrededor del cual, y a partir del cual, todo nuestro ser y nuestra esencia se organizan (Ibid, 24). Además, siguiendo a Elide, dicha organización es factible gracias a la rememoración y actualización de lo que los Dioses, Héroes o Antepasados hicieron ab origine. “Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas” (Eliade, 1991: 18).

En definitiva el mito conduce al origen primigenio de la imagen. Origen tiene dos significados en mitología. En tanto que contenido de un relato, de un mitologema, es “fundamentar”, argumentar; en tanto que contenido de un acto es su fundamento. En ambos casos propicia el retorno del hombre a su propio origen y, con ello, provoca la aparición de “materias originales” que el hombre puede alcanzar, en forma de imágenes originales, de mitologemas originales, de ceremonias originales (Ibid,30). No es simplemente a un retorno a la esencia del arquetipo como un estado previsible de origen en un devenir temporal. El hecho de un origen mítico del ser humano se ahonda en la plenitud del arquetipo y este, sustentado por ningún rigor y plenamente autónomo, es espontáneo a la hora de la manifestación psíquica objetiva: por eso logra que la emergencia de su fuerza se constele a un símbolo que en diversas culturas es similar e incluso, el mismo. ¿De dónde emana una determinada idea mitológica que se manifiesta en diversas culturas a la vez? Jung diría que del inconsciente colectivo.

Por tanto, lo arquetípico está presente en él,  no como una cosa vana sino como la esencia misma de lo innombrable que puede ser manifiesta a partir de las imágenes arquetípicas. El hombre reacciona ante la presencia del arquetipo e intenta crear representaciones para contenerlo (arte, literatura, arquitectura, etc.). Produce formas visibles, que unifican la experiencia espiritual con la experiencia exterior: la representación producida exhibe el arquetipo unido a lo exterior, manifiesta lo espiritual y la acuciante necesidad de lo espiritual. Esto último, permite al ser humano, crear la confluencia de la imagen con el origen primigenio que le ha constituido.







Revoltijo de la imagen y lo imaginario.
Con Gilberd Durand (2004: 25) comprendemos que el pensamiento occidental tiende a devaluar ontológicamente la imagen y psicológicamente la función de la imaginación se reduce a una “señora del error y la falsedad”, de la cual no debe fiarse y por consiguiente, si se le escucha, se cae en pecados contra la razón, se desciende a infantilismos de la conciencia o se toma a la imagen como estados nacientes de ideas que vinieron luego. Se reduce la imaginación a las copias del mundo que son vistas como objetivas y des-almadas de su devenir cíclico, transformador. Su esencia es espontánea se vela como posesión demoníaca, ligada a la magia y devenida como elemento infantil por su carácter imperioso y terco, que somete a la conciencia. Dicho aspecto fue notado por los poetas románticos (luego la psicología) como elemento que da descanso al pensamiento y lo moldean inconscientemente bajo el influjo de dáimones (arquetipos). A partir de allí imaginar se desligó de la idea de abstraer del mundo imágenes y se percibió un mundo lleno de dáimones, conservando esa mirada visionaria de los poetas malditos, volcados sobre la imagen poética, en busca de la sensibilidad del hombre primigenio para ver ese mundo daimónico.   Para Harpur (2006: 73), los grandes poetas románticos, Wordsword, Keats, Shelley y Coleridge, compartían esta idea, incluso este último decía: “Sostengo que la imaginación primigenia es el poder vivo y el primer agente de toda percepción humana y es una repetición en la mente finita del eterno acto de creación en el infinito YO SOY…”
La imaginación no llega por la búsqueda personal sino que adviene como numinosa, de allí su componente sagrado, del orden de los dioses y capaz de transformar por el influjo de sobrecogimiento, miedo, terror, pánico, asombro o alegría que provoca su contacto. Es una compresión intuitiva, poética, alejada del dominio racional, implicada con el mito en su raigambre originaria porque es él su personificación, su cuerpo, su manera de hacerse corpóreo. Es una poderosa presencia que se hace símbolo, oralidad y vida numinosa, el anima mundi, el alma del mundo. Sentir el mundo bajo la mirada de una “imaginación coextensiva a la creación, igual que el alma del mundo. Eran iguales. Todo objeto natural era físico y espiritual, como si dríada y árbol fueran el interior y el exterior de la misma cosa. De este modo, toda roca, todo árbol, era ambivalente: un daimon, un alma, una imagen”  (Harpur 2006: 73).
El alma del mundo y la imaginación en correspondencia con la misma realidad daimónica advienen a la psicología analítica gracias al descubrimiento de que contenidos psíquicos, muchos de ellos psicóticos, se expandían hasta una región desconectada de la historia personal pero ligada a un mundo arcaico sumido en el tiempo del mito.  Ese estado remite a un tiempo distante, imaginal, paleopsicológico (Durand) que se rige bajo un dominio alejado de la represión sexual y movido por la liberación/amplificación, plenamente autónoma. “Las imágenes no valen por las raíces libidinosas que ocultan, sino por flores poéticas y míticas que revelan. Como bien lo dice Bachelard, ¨para el psicoanalista, la imagen poética siempre fue un contexto. Al interpretar la imagen, la traducen en un lenguaje diferente del logos poético. Nunca mejor que entonces, con mayor razón, puede decirse: traducttore, Traditore. (Durand, 2004:44). Se traiciona la imagen al reducirla a lo sexual. Se mutila la imaginación, ignorando la verdadera naturaleza del símbolo y arrancando la “magia” a la energía instintiva de la propia imagen. Para Jung el Símbolo es la máquina que transforma esa energía (libido) en maneras equivalentes, simbólicas por supuesto, y que remiten a esa forma distinta que tuvo la energía en cuanto a manifestación autónoma en cualquier  época humana. “La mitología proporciona numerosas alegorías de esta clase, empezando por los objetos sagrados, los churingas o los fetiches, hasta llegar a las figuras de los dioses. En los ritos que rodean a los objetos sagrados a menudo se reconoce con claridad su naturaleza de transformación energética” (Jung, 2004:50). 

Esos símbolos/imágenes no son conscientemente ideados, “sino producidos por lo inconsciente mediante la denominada revelación o intuición” (Jung, 2004:50), lo cual aleja todo intento de creer la imaginación como dominio único del cerrar los ojos y entrar al dominio racional de la imagen. Ese intento de dominar es ilusorio porque sabemos del carácter autónomo del inconsciente, lo único, en cierta medida propiciatorio, es la conciencia como aparato regulador de esa emergencia: ella misma, brota como imagen de separación/liberación de esos miedos sobrecogedores que inundan (ron) el ser y lo constelan (ron) con lo numinoso. La concienciación de la separación naturaleza/ hombre fue el margen originario de la imagen y a la vez la conciencia del alma (Gebser, 2011: 112). La separación provocó el sentir de la imagen del tiempo que traga, devora, suscita el cambio. Los ritos surgieron con ligazón al tiempo, aflora de ello la astronomía y el calendario, imágenes contenedoras del ritmo natural, propiciadoras de una paulatina separación de la naturaleza vivenciada como una totalidad cíclica. Ese tiempo no remite a lo mental sino a la temporicidad de la vida, su movimiento y dinámica. Se trata de una concienciación del mundo exterior a medida que se conciencia el alma, el mundo interior, bajo la dinámica entre el carácter natural y el temporal que sobrepasa la experiencia humana. El mito, entonces, bajo esta mirada, siguiendo su cercanía con la palabra inglesa mounth y la griega mythos, que en griego tenía el significado originario de “discurso, palabra, noticia, sería un cerrar la boca y los ojos para entrar en la contemplación silenciosa del interior (escuchar el interior), es una contemplación del alma, que se puede ver, representar, oír, hacer audible” (Gebser, 2011: 119). Por ello, la imagen muda en principio, se convierte en posibilidad de palabra poética al unir lo visto en el interior con la consciencia, a modo de base especular, espejo invertido (la unilateralidad de la consciencia lo convierte en inequívoco), parte ciega que provoca el reflejo de lo cegado, no visto, muerto. El reino de hades emerge a la luz bajo el auspicio de la imagen, influida por la emoción y en consecuencia se vuelven conscientes las relaciones sentidas entre el Hades y el Olimpo. Dicho encuentro especular, conectado por la imagen, conjunta, conjuga, reúne, lo silenciado en lo dicho. Es descender para abrir la brecha de lo no dicho, no por el hecho de que no se hubiera dicho, sino por motivos de censura y rezago, de ocultamiento y recorte. Centro de ello, tensión de lleno en la vida, es su muda intervención, dedicada a lo profundo, iracunda busca emerger pero se le niega la palabra, la imagen, la vida. Es Deméter espejeada en Perséfone, puesta en poesías, recreada en Eleusis como posibilidad de concienciación para el iniciado. La concienciación buscada no se dirige al control del misterio. Su vía es recuperar y retroactivar la vida, revelar al alma un misterio, un ámbito invisible, intangible, que permanece en su interioridad como un esclarecimiento de la vida. La iluminación (temiendo caer en el sentido común de la palabra) constituye (ó) para Eleusis/nosotros, el elemento esencial para entrar/descender en la imagen para ver por medio de ella, el alma. Deméter y Perséfone son una imagen sacada de la plétora colectiva de contenidos anímicos que responden a ese descenso, aunque responde a un elemento único en tanto a mito de madre-hija (Vélez, nota de clase).  Ellas, hija-madre, atraviesan su propia alma, descienden/ascienden, luchan, resisten, denuncian, aguantan, hasta encontrar lo perdido, lo raptado, lo injuriado, lacerado y muerto. Es el camino de despertar a sí (hacia) mismas, al mundo entero, estremecido por la ruptura divina de Deméter y la violación de la Koré. Recobrar- se (r) es al tiempo perder algo, dejar morir algo a cambio de conciencia. Madre-hija, espejos del alma, se ven a si mismas, cada una en un recorrido de arriba/abajo, de adentro/ afuera, para concienciarse en ese espejear paralelo. El cruce de destinos indica la vía: se hace conciencia al reflejarse, no como narciso que no nota que el río cambió al fluir y por ello él también. El espejo del alma especula (speculum) al dios y se vivencia en ella la ambivalencia (sin el connotado patológico) natural de la psique a mostrarse doble. Por ello en toda concienciación está presente el padecer resignado como polo complementario al activo de felicidad. Es una disposición de la conciencia – en su desarrollo- de soportar el dinamismo del inconsciente. Circunstancia que en Deméter/Perséfone se convierte en guía para los iniciados porque sólo puede salvar a otros quien se ha salvado a si mismo (Gebser, 2011: 128) y agregaría, contrariando, que también el rescatado/Perséfone puede ser guía por el sólo hecho de ser espejo y padecer el rapto. La oscuridad abismal, la nekyia, abre los ojos ante el hades del alma, lo dormido en nosotros habla en el sueño/muerte. El sueño es el aviso imaginal igual que el mito. Uno en lo personal el otro en lo colectivo. Al hacernos conscientes del sueño/mito, se hace consciente la vigilia y el retorno a dormir. Se hace consciente de una nekyia diaria (no tan profunda), ciclo de morir, resucitar, dormir, despertar. El despertar de Deméter/Perséfone y la capacidad de ver lo oscuro, preferentemente Perséfone como reina del Hades, dan a la boca el don de enunciar lo ocultado, denunciar la herida y el dolor infringido en la madre, como herida que sana gracias a Hermes. Concienciación dolorosa que sana con la restitución del orden pero se mantiene abierta por la inminencia del retorno al hades. Rilke dice en uno de sus versos sobre Orfeo: “Solo quien con los muertos comió la adormidera de su mundo no perderá de nuevo el más ligero tono”.  Se conciencia de la mortalidad, del ciclo, de la transformación y de lo intangible, algo le ata a volver, retornar, dormir. Por ello Sófocles declara “Triplemente dichosos aquellos de entre los mortales que, habiendo visto estos misterios, entran en el Hades; sólo a ellos, allí, se les concede la vida, mientras que para los otros, allí, todo son males”.
Por su parte, si miramos la concienciación a partir del viaje al más allá,  en este caso por vía del rapto, la violación y la clausura de la relación madre-hija, podremos notar que no es una aventura de victoria por excelencia para el elegido/elegida-sometida ni mucho menos un encuentro a voluntad con su destino. Tras este designio, hallamos el poder que va por las fuerzas de la vida y obliga a la hija a descender a la profundidad psíquica  en vez del propio padre Zeus/hades.  
Suponemos que ese más allá es el mundo negado a los mortales de condición efímera, es el ámbito vedado que queda en la otra orilla, el mundo de los dioses y de los muertos, y desde luego, es el héroe/heroína, el que desafía los límites de ese Hades, cuyo contenido oscuro le otorga la vitalidad para enfrentar lo eterno ilusorio, su permanencia en la palabra de otros que contarán sus hazañas. Sin embargo la Koré no va por algo que anhela, ni mucho menos a cumplir una tarea supeditada por el destino o los dioses, ni siquiera para augurarse júbilo y orgullo para la posteridad, valor buscado por los griegos. Ella, raptada, arrancada y obligada, se adviene al reino oscuro de la muerte, para ingresar con ojos iridiscentes al infierno, a la dimensión de las tinieblas, de donde nadie retorna y a la vez, se sobrepasa esa impenetrabilidad sobrenatural gracias a Deméter. En definitiva la hija es sacrificio para apaciguar las fuerzas profundas del Hades. René Girard (1995: 9) invoca un carácter sagrado en la victima que se entrega con una ambivalencia determinada por un doble aspecto legítimo e ilegitimo. En cierta medida es legítimo el sacrificio cuando (esto no quiere decir que compartamos la idea) la victima concibe entregarse a favor de esas fuerzas y por ello, en su muerte, se contiene un peligro mayor que advenía o está sucediendo.  Sin embargo, Perséfone, ni pide, ni se dispone para ser raptada, es su propio padre quién la entrega. Es victima porque se propone como mediación de algo que ni sabe ni mucho menos comprende, intuye tal vez. Esa operación sacrificial supone una cierta ignorancia al dejar a la vista el elemento violento que delata un destino avasallado por el ímpetu del poder. Decir que se sacrificaron vidas humanas en una guerra es concebir que fueran dadas como símbolos de rapto. Mejor aún, es admitir que el sacrificio es primordial para lograr fines de poder. Se supone que es dios el que reclama los sacrificios, y él y solo él, se deleita con la hecatombe humeante, con el conglomerado de carne, viseras y sangre. Nunca el hombre. Deviene de ese punto la diferencia entre sacrifico y homicidio. Con la muerte sacrificial se supone cortar la influencia negativa devenida de la cólera del dios no de las imágenes perturbadas por el espejo de la muerte y la sombra. Esa mirada desdibuja la imaganería de la muerte voluntaria, sacrificial, de nosotros mismos a la hora de descender al Hades y convoca a violentar a otro para que descienda por nosotros. La trastoca convirtiendo el rapto en supuesta vía de iniciación o emergencia del inconsciente,  dándole un matiz de violador, cuando él sería el mas neutral, no por pasivo, sino por emerger en su dinámica, autónomo.  Bajo esa excusa, sacrificio humano para aminorar las desdichas de la vida, hemos consolidado una institución que auspicia la ilusoria facultad de dominar el influjo de los dioses/inconsciente. Freud persiguió el asunto en toda su obra. La ilusión acaba por prevalecer, recabando en el olvido de lo concreto y especifico de Deméter/ Perséfone, insistiendo en el dominio de la oscuridad bajo los regímenes de la con-ciencia. Someter a las diosas, principios reguladores de la vida, es matarnos sin darnos cuenta.  Aquí el sacrificio tiene una función de remplazo forzado, prevalece el poder en vez de la vida,  y se constituye como algo colectivo, aceptado y consolidado como eventual, natural, etc.,  pues tanto el rapto como el sacrificio, se ofrecen como sustituto de todos los miembros, que deberían bajar al Hades, pero sólo crean un medio raptado, que les permita canalizar sobre la victima todo contenido que desean someter. En este caso es lo femenino. “Así, lo femenino, robado y enviado a la profundidad de las sombras, será garantía para que él permanezca en la superficie o descienda en el afianzamiento de una conquista o de un sometimiento mas. El rapto de Ella y su caída en las profundidades es la elevación y mantenimiento superficial de Él” (Vélez, 2004: 121).  Negarse al viaje oculta el camino hacia sí mismo y la hija/victima lo remplaza. Se niega entrar en un contenido vivencial, dejado de lado por las urgencias de poder y control,  pero en todo sentido implicado en hacer comprensible y aprehensible esta vivencia primordial enraizada en la exaltación de  las emociones de dolor, pérdida, duelo, y depresión. Esta vivencia numinosa de separación primal y descenso al reino de Hades, es lo religioso en Eleusis pues el devoto va hacia la profunda vivencia de las diosas. Sí Zeus se niega ha descender entonces un hombre mortal, a modo de espejo narciso, también puede negarse. No se ofrece al estremecimiento sagrado que se apoderará de él mientras viaja en el ritual entregado a los hombres por Deméter. Ella, y Koré volvieron, y el camino quedó abierto, o al menos quedaron las marcas de su descenso/ascenso y por ello, se convierte en una vía de acceso al Hades, una conexión con el mito por la vía de la iniciación Eleusina. Es volver a la diosa para romper la atadura de la lengua, la retranca de la racionalidad, la envoltura del poder/someter, y consonar con la vida, la siembra, la recolección, la muerte y la resurrección.     

      
Bibliografía.
Gebser, Jean (2011). Origen y presente. Atalanta, España.
Jung, Carl (2004). La dinámica de lo inconsciente. España, Trotta.
Kerenyi, Karl (2004). Eleusis. Madrid, Siruela.

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